Cuando conversé por la primera vez con Sebastián de la posibilidad de hacer un documental sobre el trabajo que se hace en Portachuelo, alrededor de agosto 2017, yo trabaja escribiendo para Guatafoc. Ahí llevaba más o menos un año descubriendo y relatando realidades que desconocía, cosa que me enseñó bastante y me sembró una semilla que apenas se asomaba en la universidad. Mi relación con la cámara ya había despertado un tiempo atrás a través de la fotografía, pero sentía una suerte de intimidación hacia lo audiovisual. Por el trabajo que se hace en Capitolio, fui poco a poco perdiéndole el miedo, sobre todo por presenciar a distancia los últimos tramos de post-producción de La Causa. Recuerdo las conversaciones curiosas indagando sobre el trabajo que habían hecho en la realización del largometraje, que me permitieron entender que la cuestión técnica y la “experticia”, como lo percibía en ese momento acomplejado, estaba lejos de ser lo más importante, casi relegado a un segundo plano.
Tuvimos un par de prácticas con el gran Aisac (Isaac Uzcátegui) para familiarizarnos con los equipos, y recuerdo también un par de charlas con Pavlo (Castillo) y Male (Sensei) sobre la importancia del acercamiento al sujeto a documentar. A partir de ahí hice click y casualmente coincidió con nuestras primeras visitas a la COP (Colección Ornitológica Phelps). De entrada todo fue muy fluido porque el primer encuentro fue mediado por Oriana Ochoa, en ese entonces conocida de Sebastián, quien nos dio el “tubazo”, y gracias a quien nos recibieron de brazos abiertos. Miguel y Jhorman, grandes amigos de Oriana, se presentaron casi instantáneamente como amigos nuestros.
Esa primera visita a la COP fue un poco extraña. Por lo que habíamos escuchado del trabajo en Portachuelo, la colección de aves se me presentó quizás antagónica a la imagen borrosa de expectativa que tenía antes de ir al Henri Pittier. Cuando te hablan de seguimiento de migración de aves pensaba en un remolino de vuelos y obviamente no había visualizado una morgue de aves hermosas. Fue bien impresionante, por supuesto. Creo que el documental refleja y quizás hasta transmite una sensación similar a quien lo ve, si bien llega inversamente, luego de conocer Portachuelo.
Este fue un viaje de asombro tras asombro. Es lindísimo porque hoy en día constituye mi mayor metáfora de vida y en mis mejores momento hasta mi mantra, pero en ese entonces fue sencillamente asombro sin reflexión y sin casi lugar a la interpretación. La máxima representación de esto fue la llegada a Rancho Grande, que poco tiene de estación biológica hoy en día, tristemente, pero cuya fachada de fósil o mundo perdido es un caza bobos de belleza. Recorrer Rancho Grande por dentro fue un viaje igual o quizás más fascinante que dentro del bosque nublado. Poco se ve en el cortometraje, pero quien ha estado allí difícilmente olvidará esa micro Zona de Stalker de Aragua. Como un susto sin forma y sin freno; si nos hubiesen dado cuerda y luces adecuadas de repente nos quedábamos ahí y ni llegamos a ver El Paso.
Recuerdo vívidamente el chalequeo de Pavlo y Aisac, marca registrada de mis tiempos en Capi. En todo esto Miguel y Jhorman, así como la también Miguel Lentino, Jesús y Gerardo (pasantes de la COP en ese entonces y parte del anillado de ese año) fueron fundamentales. No por ser parte obvia de lo que documentábamos sino por su cercanía que se amalgamó por sí sola a nuestra presencia. Fue como si el trabajo de acercamiento, de preparar una relación cómoda y auténtica hubiese sido prácticamente innecesario. Ese primer día fue entonces una invitación a cenar en su casa, Rancho Grande, una primicia de exploración que terminó en nuestra primera noche en un cuarto olvidado bajo una cortina orquestal de insectos.
Lo que vivimos en el Paso de Portachuelo está más o menos capturado en el documental pero sin duda impreso en mi memoria. En una primera instancia me sorprendió el espacio abarcado: el corto muestra principalmente el gran espacio abierto y punto más bajo, por donde naturalmente hay un mayor tránsito de aves. Sin embargo la cantidad de módulos de mallas que los participantes levantan y bajan todos los días montaña arriba dentro del bosque hace de los recorridos ida y vuelta una actividad casi deportiva. Pero es un ida y vuelta con mucha responsabilidad: si las aves quedan atrapadas y no son liberadas rápidamente pueden resultar heridas o en tiempos de bajas temperaturas morir de hipotermia, por ello la importancia del trabajo repartido y atento.
Recuerdo una vez de muchas acompañando a Jhorman montaña arriba, que nos llevó a un gran árbol inmenso de una especie endémica de la Cordillera de la Costa, la Gyranthera caribensis, comúnmente conocido como “Niño”. Qué buen nombre y qué buen árbol. De bajada dejé que se adelantaran todos para capturar la cúpula que formaba el niño y las aves a su al rededor, me quedé hipnotizado tratando de seguir los vuelos cortos entrecruzados,¡Olvidé filmar! ¡God demet Turou!
Muchas especies me cautivaron, algunas como la Coqueta Coronada y la Filicauda forman incluso parte de mi argot personal hoy en día. Al mismo tiempo la convicción y la entrega de los realizadores del anillado, Jhorman, Miguel, Jesús, Gerardo y Miguel Lentino me hizo asimilar el proceso con aún más calor: la pasión joven y la veterana.
Recuerdo que antes de toparme con la idea de Sebastián, tenía fijado en la cabeza hacer un primer docu pero no quería relatar la realidad que vivía o en todo caso la realidad que yo percibía del país porque pensaba no había manera cómo aportar algo a ese espectro desde mi visión y mis limitaciones. Naturalmente, Portachuelo fue una victoria de camerino a todo costa: un evento tan diferente, vinculado a la naturaleza y alejado de la monotonía del colapso, de la crisis, en fin. Pero eventualmente esa victoria temprana, ese « extra » quedó casi completamente desdibujado y no quedó sino la proeza en sí. Hubiese sido en una Venezuela en otras circunstancias o enmarcadas en vivencias más o menos favorecidas, mi percepción y recibimiento de Portachuelo y sus actores hubiese sido igual de potentes. Creo que por eso me resulta aun más gratificante haber relatado esta historia, esta cápsula de un micro cosmos que estaba oculto para mucha gente, porque me permitió fácilmente compartir mi asombro de manera directa casi sin esfuerzo, algo que normalmente me cuesta hacer.
Fue mi primer acercamiento serio al documentalismo, que ya venía guiñándome el ojo, insinuándome que mi afán por contar historias no debía limitarse a escribir artículos, hacer entrevistas y foto-reportajes. El Paso de las Aves me confirmó que quiero dedicarme a hacer cine de no ficción y por qué no más allá. Es un primer trabajo que representa todo para mí porque es la afirmación de lo posible, de la capacidad de asombro y de descubrimiento constante que busco tener sea cual sea el contexto. Es un empujón a no dejar las cosas adentro, encerradas, sino a contarlas.